jueves, 10 de marzo de 2011

La vida en rosa



Llegué a la carrera de letras por un giro de la vida que me gustaría llamar “carambola inevitable”.
La vocación primera que sentí fue religiosa. Devoré con delicia todos aquellos comics de antaño llamados “Vidas Ejemplares”; supongo que era una etapa de búsqueda de adultos-modelo aunque temprana… tenía entre nueve y diez años. Para ser santa debía empezar por el principio, así que declaré en casa mi deseo de ser monja.
    El silencio absoluto de mis padres ante eso, hasta la fecha no sé si fue por temor de que me estuviera fallando la chaveta o porque una aseveración tan absurda –ellos sabían- no podía ser sino un disparate que olvidaría pronto.
    Así fue: Terminé temporalmente mi pasión por la lectura y seguí con otra pasión, pero auditiva: Era tal el placer que sentía al escuchar la música clásica favorita de mi padre, que en un rato de delirio le pregunté cómo podía hacer para convertirme en directora de orquesta.
    (Pausa: Faltaban años luz para que apareciera en escena Alondra de la Parra  y esas mujeres tan hermosas que ya se multiplican por los países europeos ostentando el título “directoras de orquesta”… además de que las malditas son todas hermosas, parecen modelos de revista)
Esta vez, mi vocación si fue desbaratada con la consigna paterna de que era una profesión masculina. Y tan tán.

Posteriormente, mi vocación más o menos convencida fueron las matemáticas. Una especie de mecanismo de compensación, porque en secundaria reprobé dos años seguidos y al tercero, después de unas clases con un buen maestro, me convertí en estudiante de primera fila en la materia. Una historia larga de contar, pero pensé en ser Licenciada en Matemáticas. Todavía no terminaba la preparatoria.
    Desvié entonces el rumbo un poco, a falta de horizonte sobre el tema en Jalisco, a donde tuve que mudarme a vivir: Me inscribí en la carrera de Ingeniero Químico.

    Qué terquedad, ¿no? ¡Pero qué necia! Existe un chip en mi cerebro que tiene una maldición intrínseca: Estaba segura, antes de entrar a la vida productiva en la civilización (¡já) que tenía derecho a estudiar lo que me diera la gana. Entonces, por supuesto que escogí puros territorios del saber donde predominaba la población masculina, donde los hombres navegaban con libertad, mientras las mujeres éramos proscritas. (¿Es que había otros?)
    Y eso que, entre los once y los trece años me dio por refugiarme en las novelitas de aventuras de ciencia ficción que estaban de moda; no me dio por ser astronauta porque aún no existía el proyecto “Apollo”, que si no…
    Aún así, en los años setenta, cuando en México todavía sólo las mujeres ubicadas fuera de la realidad íbamos a la universidad, me inscribí en Ingeniería.
    Recorrer los motivos del abandono de esa vereda del conocimiento sería tan aburrido como obvio (el machismo tiene infinitas manifestaciones). Así que olvidado está, salvo la cicatriz que aún sangra a veces, que me dejó un maestro gay que jamás me permitió pasar su clase. Tenía muy buenas notas en todo, excepto en su maldita materia. ¿Quién estaba mal, a ver? Todos tenemos asignaturas pendientes, yo tengo ésa entre muchas, porque además ese señor, ahora muerto, es venerado casi como un santo en la memoria académica de esa Facultad de Química.

Bueno, pues entonces la vida me sacudió como si un tsunami me atacara, abandoné casi todo por falta de fuerza emocional y entre la neblina del sufrimiento recordé que siempre, ¡siempre! sentí el impulso natural de escribir, incluso desde muy niña. Cartitas, poemitas, pequeñas historias, cuentos cursis y luego cartas y cartas, a tanta gente que vivía asomada a la puerta esperando al cartero, aquél de antaño que pitaba de manera peculiar.
    Olvidé las matemáticas, la dirección de orquesta, la santidad, y decidí que la escritura era el lugar perfecto donde la realidad perdía derecho a irrumpir, donde la vida me tenía que obedecer y no al contrario. Sería el material para construir mi castillo y lograr la trascendencia: Sería escritora.

El primer día de asistencia a mi nueva carrera: Licenciado en Letras, en la primera clase a las cuatro de la tarde (Literatura Latina), el maestro comenzó su exposición con esta frase: “Aquí no formamos escritores; así que si alguien trae esa idea, que se vaya a otra parte”. Abrumada de cansancio existencial, hice como que no escuché; a esa altura ya había aprendido que la mayor parte de los maestros están equivocados en muchas cosas, que incluso a veces pueden hacer mucho daño a sus alumnos. Ya los podía mandar al carajo sin que lo notaran y seguirles la corriente por razones de supervivencia.
    Me quedé estudiando Letras; deshice la maleta, guardé mis bártulos en la cajonera de mi convicción y juré que ya nadie, pero nadie, me haría dudar de mi camino.

(Uy… he aquí que mi intención era escribir estos parrafitos con otro tema y terminé contando pedazos de mi vida. ¿A qué obedece este impulso? ¿Andará rondándome la muerte? Si es así pues que llegue ¿no? Ya platicaremos, ella y yo, a ver de qué cuero salen más correas.) 


2 comentarios:

  1. ¡Qué rico! Esa es mi expresión al leerte. Como si de un rico platillo se tratase. Un placer encontrarme con tu blog, espero seguir disfrutando de tus historias. Un abrazo fuerte, bendiciones.

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  2. Vengo de leerte "La violencia(a) es masculin(a)".

    Muchas veces me pongo a pensar qué hace click para que una persona decida ponerse a escribir. Quizá esto es lo que me impulsa leer biografías, incursiones en la vida privada de algunas personas.

    En tu caso, me resulta paradójico que sea precisamente el machismo de nuestra sociedad la que te haya empujado o te haya hecho decidirte por escribir. Dentro de todos los males, alguna cosa buena debía tener... Imagino: una sociedad igualitaria: Margarita Oropeza: excelente ingeniera química.

    Saludos y gracias por escribir.

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