
Fue una de esos instantes que los escritores detectamos como estímulos para empezar a soltar bytes, es decir lo que antes era enfrentar la dinosáurica página en blanco.
Salí al porche -anglicismo santanense que me niego a borrar de mi vocabulario- y me golpeó la brisa de la mañana con esa dulce nostalgia que se instala en la garganta como para producir lágrimas durante todo el día. Tenía, la brisa, esa frescura rara de nuestro verano: Un poco engañosa, prediciendo "no te ilusiones, aún queda fuego para rato". Pero fue un momento delicioso.
Entonces, enfrenté al joven mezquite frente a la reja y el sol me guiñó entre sus ramas. Me apresuré al interior y con una camarita de ésas que hoy casi hablan, tomé la foto del inicio. Por supuesto qu eno dice ni la millonésima parte de lo que sentí frente a este regalo de Dios. Es una mentira goebbeliana e idiota eso de que una imagen dice más que mil palabras. Acabo de colectar la última prueba... al menos para mí.
Regresé satisfecha de haber "detenido el tiempo", como decían los ancestros a la magia de la fotografía, y todo el día hicieron eco en mi mente los cantos de las torcaces en el silencio de mi infancia; el susurro del los árboles por las tardes de otoño, el rugir del río después de las tormentas de verano y todos esos cursis tesoros del corazón que ya a nadie le importan. No he llorado, porque hasta eso se ha vuelto inútil en mi vida, y no es queja; me alegro de haber llegado a esa conclusión.
Ah, bueno, al ratito de eso me puse mi camisa del ISC que tiene también un

No hay comentarios:
Publicar un comentario